sábado, 2 de julio de 2016

Déjate

A los 26 aprendo que no estoy lista.
Que mi cuerpo no soporta la rabia
y que la rabia no sostiene las almas,
que soy como las nubes.
Que viajo en un interior tan desconocido
como el vecino que espía
entre las ventanas.
Que puedo herir(me)
sin dejar rastro,
y que la última vez que me vi al espejo
no era yo el poema.





miércoles, 11 de noviembre de 2015

Lo que quiero ser

Descubrí el tiempo en una cápsula de ámbar,
la ciencia en un cuento,
la mezquindad en mí.

Quiero ser un loco suelto,
tener la libertad que no se tiene,
que no se gana,
para merecer una palabra más y no más rutina.

El frío está por dentro,
al igual que la fe.
Y por eso nos hace temblar el silencio.



Palacio de nombres - Te estoy respondiendo

Tal vez solo me hablo a mí misma. Huele a herrumbre. Lo odio. Los labios están secos. se sienten carrasposos al tacto vital entre ellos cuando soplo,
cuando como,
cuando bebo,
cuando hablo.

Persigo sin sentido la sonoridad de un recuerdo que baila por el cuarto. Sí, suena, como un radio al fondo de un túnel, y yo sigo su música creyendo que puedo tocar la imagen que habita en mi cabeza. Todo está tan quieto que puedo sentir cómo me aprieta la cabeza, con unas manos calientes de tanto respirar sol y desierto. Corro con mi red para atrapar hologramas, pero son ellos los que me alcanzan. Así son los (tus) recuerdos: ingratos.

Del otro lado todos están enfermos.

                                 Tosen, se rascan.

La ciudad enferma da un paso atrás, se aparta.

Huele a lluvia. Pero el olor a lluvia sí me gusta, me hace pensar en abrazos y calor humano. Me hace pensar que tal vez no me has olvidado del todo. ¿O me he olvidado yo del todo?

¿Me hablo a mí misma?

La memoria responde y esto se me parece más a un monólogo. No sería preciso decir que puedes escucharme a esta distancia. Estás muy lejos ahora para eso. Estás muy lejos para preocuparte por mí. ¿Alguna vez lo hiciste?

¿Alguna vez me preocupé yo de mí?

Si preocuparse fuera sólo pensar, estaríamos enamorados incluso del aburrimiento.

Aparté las tablas y los escombros, y me escondí debajo de ellos. Tal vez para no estorbar me senté entre los estorbos. Miré sobre mi hombro y, sola, ya no me sentí herida.

¿Debí avanzar?

Ser un peligro no fue una consideración, solo una demagogia. Ser alguien no era una opción, porque temías que me comiera tu corazón. El hambre puede despertar con una manera, un gesto, una razón para poseerte. Un motivo, el que más me gustara, para delatarte como un arraigo secreto. Reclamado, te picarías en varias partes para complacerte y complacer los latidos que sembraste por otros territorios. Vivirías muy lentamente. Morirías sin sentir un poquito de amor.

Allá, acá, Te mueves demasiado, ¿dónde descansas tú? ¿por qué no descansas aquí?

Se me amontonan muchos nombres, como estrellas. Como granitos de azúcar, dulces pero imperceptibles... a menos que se junten todos dentro de la boca. Saliva, dulce, paladar, los ojos cerrados. Se amontonan los nombres de los que estuvieron porque sí, y me pregunto si tuvieron algún propósito. Si de verdad los quise ahí, donde permanecieron como estatuas de sal. Ya no es azúcar, es sal. Escupo todo hacia el mar, no quiero más, ¡no quiero a nadie!

¿Se borran los sabores de la memoria? ¿Se borran los nombres? ¿Las identidades?

¿Debo sentir culpa por volver siempre al mismo punto? Me persigue la memoria desde que la conquisté como mi nirvana privado y consecuente.

Manipulo mi registro mental. Decido que ahora no puedo extrañar a nadie.

Sería un peligro.

Y no puedo ser un peligro para mí misma.

O moriré antes de saberme viva.





jueves, 29 de octubre de 2015

La parte oculta / Lucha por dentro

Mucho o poco sabes de mí. A veces incluso te crees dueña, todopoderosa, trascendental. Pero no importa cuántas noches te desveles o si durante los silencios te ocupas solo de olvidar, no conseguirás desprenderte de esta piel. Insisto como un eco que se quedó atrapado en el túnel de tu oído izquierdo, mientras te susurras por el derecho que todo estará bien. Te sacudo las costillas, mientras te das palmaditas en los hombros. Te hago trenzas para enredar más tu cabello, mientras te pasas el secador por las mañanas. No conseguirás desprenderte de este espíritu.

Hoy finalmente me acostumbraré a ser quien soy. La resistencia encontrará su fin, como un auto que se detiene en la luz amarilla poco a poco hasta que, sin darse cuenta, ya está quieto y poniéndose a tono. Como los locos que se mienten a sí mismos para crearse el mundo cuerdo, obligados a pertenecer a él, me obligaré a quererte y veré cuánto dura esta farsa. No prometo nada, excepto una cálida bienvenida para comenzar.

Ese día me costó tranquilizar mis nervios. Qué sería de mí sin una contradicción, sin un enemigo, sin un revés. La parte oculta de nadie no se está quieta en la quietud. La armonía no es lo suyo. Algo me inventaré para que vuelvas a mí, llena de odio, y te precipites a reclamar territorios y a declararme la guerra. No puedo dejar de existir, empequeñecida por esta nueva grandeza tuya que se cree celestial y poderosa como para quitarme poderes y sentarme en un rincón del salón. ¡Castigada! ¡Sí! ¡A eso me has sometido! A tu castigo.

Había pasado un mes de plena luz y calma, cuando una noche te acercaste a mí y me dijiste mentiras. Recuerdo que apenas había metido un pie en la cama. Sabía que eran mentiras, porque durante las noches es lo único que sabes hacer: martirizarme con trucos para provocarme el insomnio. Pero comencé a contar vacas, luego, para que el sueño fuera más ligero, conté ovejas, y cuando llegué a las 161 (odias los números capicúas) me quedé profundamente dormida. Sin embargo, al día siguiente no me sentía para nada bien, y un cansancio terrible consumía toda vitalidad. Mi jefe me miró poco complacido, y me dijo que me fuera a casa. El tedio era grande, no tenía ganas de nada, y escuché decir a la nueva chica de Recursos Humanos "¡ja! yo sabía que no se podía ser tan perfecta!".

Días más tarde volví. Te habías recuperado del resfriado misterioso, diagnóstico que resolviste darle porque no tenía nombre alguno aquel desgano tuyo. Decidí que no te asediaría durante la enfermedad, porque ni a ti ni a mí nos gusta que nos fastidien en épocas rumiantes. ¡Ja! Pero una vez que te vi recuperada, probándote un jean en una tienda del centro, volví. Esta vez con más inseguridades que nunca para jugar en tu contra, aprovechando que podía comenzar por recriminarte ese físico descuidado que comenzaste a padecer desde que abandonaste la universidad.

Gané la batalla contra ti y contra el jean, y pagué además por una camisa hermosa que jamás me pondría, pero que me parecía perfecta en todo sentido. Salí tan confiada, que estuve a punto de llamar a Raúl, de escribirle a la chica de Recursos Humanos que era una tonta, y de hacerme un tatuaje bajo la oreja izquierda, cerca de la nuca. Pero me calmé. Comencé a caminar más despacio, a mirar el cielo, los árboles. El calor me achicharraba los ojos, pero en cuanto encontraba una sombra tenía chance de percibir una brisita otoñal. 

Fue entonces cuando te diste cuenta de cuán importante era yo en tu vida, de que mi poder oscuro era una fuerza milenaria que te atraía hacia el bienestar, que había en mí más satisfacciones que amarguras. Que sin batallar contigo no puedes vivir feliz.



martes, 15 de septiembre de 2015

Anticuario (II) El tiburón y la anguila

Me esforcé en olvidar mi temporada en Bergen. Excepto a Doris, la Doris imaginaria que inspiró mis submundos más secretos. Ella permanecía como una música en mi cabeza, sonando y sonando sin parar, pidiéndome bailar a su compás. "Ya te sigo", me dije en silencio. Y miré mi pequeña figurilla de metal de la iglesia de Santa María, un recuerdito de turista, vago y encaprichado, de aquella ciudad de la lluvia. "Tendré miles de figurillas de todas las partes del mundo".

También volví a casa con la enciclopedia gráfica "Kuriositeter havet" ("Curiosidades del mar"), libro que el profesor Haldor me obsequió el último día de conferencias. Recuerdo que fue el único día que encontré algo de paz. El resto fue murmullo de egos, pasillos de murmullos, música de pasillos y almas sin música. Fede parecía pasarla tan bien en la burbuja ciencisocialité, que en las mañanas despertaba con el pensamiento de que era yo la que estaba "mal". La idea sigue allí. Pero ya no me agobia.

Haldor parecía comprender mi mal humor, aunque sospecho que relacionarme con él fue solo un síntoma más de mi estado anímico. Tan quejumbroso como yo, encontró en mí el organismo perfecto para alimentarse. Y viceversa. Parasitario y poco comprendido, Haldor era bueno pero odiado por la mayoría de sus colegas. Solo yo, que odiaba a los odiosos tanto como a los querendones en Bergen, podía aceptarlo sin expresar mayor cosa.

  ***

—¿Qué esperabas Magda?
—Que él me quisiera.
—Era un objeto del deseo.
—Solo mío, Yuga.
—Tú quieres creer eso... pero desde aquí se ve diferente.

Colgué. Yuga era demasiado directa. No me convenía, porque desataría la máquina de teorías, posibles ángulos, daría la vuelta al tema como un círculo, me comería mi propia cola. Tampoco quería muchas palabras, cuando hay muchas palabras suena todo falso y frágil... como si las frases reconfortantes fueran portátiles e intercambiables. ¿Qué quería? Quería que me quisiera. Pero Dago jamás me quiso.

Fede me lo dijo tantas veces, que casi lo culpo de brujo. Lo repetía con vehemencia y certeza, como si escondiera una magia oscura y poderosa, un mantra contra el amor. Pero no, no había tal cosa en Fede. Tan lindo, tan cortés, tan celoso, tan amigo. Cuando quise culparlo, me abalancé sobre él y lloré. Y recordé que realmente lo odiaba por tener la razón. Lo odiaba, pero solo un poquito, como cuando sientes que te han robado la última palabra en una discusión tensa y larga.

Al despedirme en el aeropuerto, me preguntaba qué demonios podría hacer Fede en una ciudad noruega con gente tan fría como sus siete montañas. Fría como Dago. Pensé en la imagen de la playa que vino a mi mente cuando lo conocí, y de pronto, seducida por la rabia, lo transformé todo en hielo. "Doris, espero que jamás hayas conocido a un Dago".

***

"Curiosidades del mar" resultó ser un libro curioso en verdad. Repasé algunas de las especies, y no paré de reír y de superar mi escepticismo con algunas de ellas. Haldor era un tipo bueno, pero odiado por todos porque no podían superar su escepticismo hacia él. Le escribí.

Eres una curiosidad del mar. Una anguila jardinera. Espero que estés bien.

Era de noche, no había nada que hacer. Ojeaba la enciclopedia mientras escuchaba un viejo CD de Madrugada, la única banda noruega que no me recordaba a las nuevas series de vampiros. Como una especie de plus personal, el hecho de que el grupo se llamara Madrugada y que me acompañara de fondo musical a las 2:00 am era un acontecimiento bastante simpático, a mi modo de ver las cosas. 

No esperaba respuesta de mi anguila jardinera, así que pegué un brinco cuando repicó el celular.

—Magda, ¿estás en casa?
—A estas horas, ¿dónde más voy a estar Yuga?
—Olek y Natia están aquí, en mi casa, y quieren conocerte. 
—Olek... y...
—Olek y Natia. Viejos amigos del Instituto de Investigaciones Marinas de Colonia.
—¿Qué? ¿Quieres que hable de trabajo un viernes por la noche?
—¡Me has estado evitando Magda! Por teléfono, en persona, por todos lados. Bergen te ha cambiado...
—¿Qué?
—El frío te pegó en la cabeza... y se te quedó ahí.
—¡Voy para tu casa ya mismo Yuga! ¡Bergen quedó atrás! Quizá... solo me falta salir más de casa.

Cerré la puerta del apartamento. Bajé las escaleras como un fantasma, como si viviera en una dimensión sin tiempo. Estaba segura de que me había desplazado como un adolescente desganado, muy, muy lento. Pero llegué a la puerta del edificio realmente rápido. Solo pensaba. Aceptar que Yuga tenía razón y que debía "salir de casa" era concederle, sin querer, poderes sobrenaturales para que hiciera de mi voluntad un montón de escarcha y papelillos. Pero era tan molesto que me comparara con la Magda de aquel recuerdo, que solo debería ser un recuerdo y no un ahora, que prefería ceder. "¿Es enojo o miedo?", me pregunté. 

***

La última copa de vino se estrelló contra el suelo. Para algunos podría ser mala suerte, pero para mí significaba que la estábamos pasando bien. Natia era una chica sensible, pero lo suficientemente alocada para dejarse llevar y no reparar en emociones poco prácticas. Olek era callado, pero reía mucho y eso era suficiente. Yuga, con su combinación asiática y chilena, había heredado el talento para animar la fiesta si a alguno se le ocurría ponerle fin con un comentario demasiado adulto. "Mañana debo trabajar" y "No debería beber demasiado" se guardaban en el cajón de frases coherentes y se dejaban para otro tipo de reuniones. Para cualquier otro tipo de reuniones, menos las que se hacían bajo el techo de Yuga.

—Siempre he querido ir a las conferencias sobre investigaciones marinas en Bergen.
—Aburrido.
—Yo he ido. Doy fe de que uno se entera de descubrimientos casi increíbles—, dijo Natia con voz aguda, tratando de descubrir en mi siguiente reacción la causa de mi negación. 
—Bueno —, dije, alzando el rostro y acomodando la postura. Me tocaba decir algo importante, y tendencioso. —Yo hice un gran descubrimiento. Vi con mis propios ojos una anguila jardinera.

Yuga se echó a reír como nunca. Sus ojitos chatos casi desaparecían entre tanta contentura inflada de risas. Natia me miró ligeramente impresionada, realmente su expresión no había cambiado desde su última intervención. No sabía si me ignoraba, o si solo estaba pasada de copas. 

Mientras una se estremecía en la alfombra, como un pez fuera del agua borbotando carcajadas, la otra permanecía inmóvil con los ojos fijos. Olek irrumpió la escena. 

—Imposible.
—No me extraña. Todos reaccionan con escepticismo. 

Nadie cree en las anguilas jardineras. Deberías dar una señal, para comprobar que existes. 

Le escribí un segundo mensaje a Haldor. Esta vez esperaba que respondiera. Era casi un reclamo. Lo podía notar en mi tono y en la puntuación marcando pausas indebidas. Lo podía notar también en la falta de signos de interrogación, que, de estar allí, propondrían un coqueteo (¿Deberías dar una señal, Haldor?), y en la ausencia de signos de exclamación. Esos seguro me sacarían de un apuro, dejando a relucir una tonta sorpresa (¡Nadie cree en las anguilas jardineras!). "¿Qué hice?", me dije en voz baja. Nadie pareció escuchar. 

Entonces, Natia salió de su trance y de un solo golpe me sacó del mío. 

—Yo también hice un gran descubrimiento en Bergen. Un tiburón zorro. ¡No! Más bien, con un tiburón tigre. Escamas verdes azuladas, ojos flamantes. ¡Majestuoso tiburón tigre! Nadaba bajo el mar de reliquias, se escondía tras las alfombras, los sombreros, las tinajas. Abría las cortinas de la tienda y bajo la luz podía ver las franjas oscuras de su piel, como la de los tigres terrestres. Pero su territorio era más amplio, más solitario. ¡Jamás podría ser un tigre terrestre! Se acercaba como un viejo cazador, te miraba como un viejo cazador, pero era un joven. En pleno entrenamiento. Y ¡zas!, más veloz e intrépido, te devoraba más rápido que un tiburón experimentado. 

No seríamos desde entonces los mismos. 

No vi a Yuga levantarse de la alfombra, pero cuando dejé de mirar a Olek ella ya había recogido las copas vacías. Sí, Olek me miró y yo a él, porque ambos conocíamos a la criatura marina que había devorado a Natia. Curiosamente, allí estaba ella, entera de pies a cabeza, justo al lado de Olek, sin un rasguño. Me alivió verla en el sofá de Yuga, lejos de Bergen. Me alivió saber que ella tampoco fue querida. No me alivió pensar en ello con satisfacción. "Doris, ¡me iré por el mundo a cazar tiburones tigre!". 




lunes, 17 de agosto de 2015

Anticuario (I) Inspiración Doris



Curiosamente, ese día no iba tarde. Miró su reloj: las tres en punto. Esperaba que nada ocurriera hasta que marcara las 3:45 de la tarde. Calculó que a esa hora llegaría él, y así tendría 45 minutos de soledad. Si en efecto nada fuera de lo común ocurría, y el tedio seguía bien plantado como estaba, tendría tiempo para acercarse a las vitrinas al otro lado de la calle, que llamaron su atención desde que bajó del autobús. Podría detenerse allí, mientras se decidía por un libro o un sombrero nuevo, de esos cortos, pequeños y coquetos que le recordaban viejas décadas que no vivió.

Como lo previó, nada sucedía. Todo simulaba estar en comunión y concordia. La nieve dejó de caer durante la madrugada, y la capa fina que dejó tras su paso se desvanecía con soltura y sin prisas, elevando la sensación de calma. Cruzó la calle a las 3:15. Justo cuando se disponía a mirar con detenimiento un sombrero negro con detalles de encaje, que realmente poco tenía de asombroso, un gato se escabulló entre sus piernas solicitando algo de amor, como un hombre perdido. El roce del pelaje húmedo del felino, blanco curtido por la vida callejera, causó un cosquilleo incómodo en el tobillo que se asomaba ligeramente de su pantalón ajustado. Al susto le siguió un brinco, lo suficientemente aparatoso como para elevarse un centímetro del cemento y pisarle la cola al gato. "Pobre animalito", pensó mientras lo miraba huir por la avenida. "No tiene la culpa de nada".

Se inclinó nuevamente, con el objetivo de encontrar algo fabuloso en aquel sombrero negro que le impulsara a comprarlo —aunque no le gustase realmente—, cuando sintió la mano de Federico en su hombro. No pareció contentarle. Miró su reloj. Eran las 3:20.

—Conozco un amigo anticuario que tiene mejores sombreros que ese.
—Siempre conoces a alguien mejor, con mejores cosas que ofrecer.
—¿Es demasiado para ti?
—Es aburrido. Para cualquiera es aburrido saber que siempre hay algo mejor que le persigue, como una sombra. Me gustan las opciones, las opciones varias. Las buenas y las malas. Y en el medio hay sorpresas.
—Peeeero…. Yo te doy la mejor opción.
—Eres necio, Fede. Necio, necio, necio.
—¡Ahg! Nos conocemos desde hace mucho para caer en este juego, Magda.
—Está bien. ¿Cómo se llama?
—¿El anticuario? Neil. Es un señor simpático, educado, ríe mucho, tiene historias que contar... Te encantarán sus sombreros.
—Bien.

***

Antes de pasar por la tienda de antigüedades, Fede invitó a Magda un riquísimo desayuno en un local a unas cuadras de allí. Café Doris, se llamaba. Era un lugar pequeño, pero acogedor. Barato, pero de gusto casero tal como a ella le gustaba. Con un vistazo breve, Magda logró ver a su alrededor hombres y mujeres jóvenes, de estilos confusos pero modernos, con camisas a cuadros, vestidos sencillos y bufandas, rostros desconocidos escondidos entre abundantes barbas, cabelleras largas y gafas de pasta gruesa, rostros que, sin saber por qué, le parecían amigables. La posibilidad de que se parecieran ella le bastaba, así que se sintió cómoda al instante.

Parecía haber cruzado la puerta hacia un lugar sagrado, con toda esa gente homogénea rodeada de paredes sobrecargadas de recuerditos de todas partes del mundo. Imaginó que la tal Doris era una viajera auténtica, de esas que solo pueden vivir de la nada porque el todo y el orden son demasiado grandes para habitarlos o para convertirlos en hogar. "Y aquí hizo su santuario. Seguro ya está muy vieja", se dijo en voz baja, sin que Federico pudiera escucharla.

Le apeteció por un momento ser "una Doris", irse lejos un día, irse lejos al otro, sin direcciones propuestas por un motivo fastidioso. Magda tenía la idea de que poseía un alma que quería liberarse de su cotidianidad, para explorar la intemperie como forma de vida. Pero se consideraba demasiado asustadiza, y a la vez calculadora. No lo soportaría. Apenas tenía un día en aquella ciudad, totalmente nueva para ella, y sudaba cada vez que caía en cuenta que estaba lejos de todo aquello que podía controlar: su casa, sus cosas, su carro, su curso, incluso, sus “culos”.

—¿Qué tal el viaje?
—Pensé que moriría. ¡Qué piloto más idiota!
—Estoy seguro de que no es para tanto.
—A mi lado se sentó un señor de 67 años que viajaba por primera vez en avión. El pobre se hizo la señal de la cruz ocho veces. Las conté. Ocho veces fueron. Creyó que moriría en ese vuelo.
—Seguramente eso te hizo el viaje más placentero.
—¿De verdad piensas tal cosa, Fede?, tú me tomas como un monstruo.

Hubo un silencio. No era un buen día para nada. El aire helado del invierno entró sin compasión a la vez que la puerta del café se abrió. Un hombre muy guapo se plantó frente a la barra, y pidió una limonada caliente, con poco azúcar.

—"Con poco azúcar"... ese es gay.
—¡Pero qué bocota tan barata tienes! ¿Tienes algo contra los homosexuales?
—No, lo digo para que no te le quedes mirando. ¡Te estoy jodiendo Magda!

El joven tenía una pinta estupenda. Magda pudo notar que tenía el cabello largo, recogido dentro de su gorro gris. "¡Qué bello se ve con su gorro gris!", dijo nuevamente en voz baja. Federico pareció notar que algo salió de sus labios, pero no estaba lo suficientemente comprometido en vigilar a su amiga esa tarde. En el fondo le contentaba verla. Ella también quería a Federico, y existía una sustancial probabilidad de que dentro llevara también una alegría contenida, pero el humor lo cargaba ensombrecido.

Pero Magda no se encaprichaba con análisis emocionales. Además, no había otra cosa que atender que no fuera el acontecimiento de la barra: ese hombre. No le dejó un momento paz con el pensamiento. Con la misma visión puntiaguda para examinar sombreros, se le quedó mirando al semental postmodernista. Vio que atendió una llamada a su celular, vio cómo se acomodaba el gorro, vio cómo se fue.


—Vamos Magda, Neil nos espera. Acaba de avisarme que tendrá que cerrar la tienda pronto, porque no se siente muy bien.
—Vamos... con tu anciano chocho vende chatarra.

Federico respiró profundo. Soltó una exhalación larga y sentida, como un pésame. "¡Por Dios! ¿Qué has hecho con la chica que conocí en la universidad?".


***

El letrero colgaba como en los viejos bares del salvaje oeste de Hollywood, al estilo western, a un lado de la puerta y sujetado por una barra metálica oxidada pero negada a doblegarse. El viento lo agitaba hacia atrás y hacia adelante, y por alguna razón a Magda le causaba gracia. "Antigüedades y reliquias Neil Marrash ", se leía.

Entró. Y allí quedó, plantada en la puerta del local. Durante todo el camino, Federico le había hablado de Neil y de sus setenta y tantos años, de sus conocimientos sobre artefactos de la Segunda Guerra Mundial (conocimientos heredados de sus padres), de su ojo azul y de su ojo verde, de sus manos de carnicero que no coincidían con su dulce voz de abuelito desamparado. Pero, en su lugar, encontró detrás del mostrador, entre las lámparas con adornos barrocos y las alfombras turcas gigantes, al hombre que había visto en el Café Doris.

—Buenas tardes. Con Neil, por favor.
—El señor Neil se sentía muy mal esta tarde, y se ha tenido que ir a casa.
—Vaya, un amigo ha venido a verle... es una lástima. ¡No he llegado a tiempo! ¡Gracias!

Recuperada de su impresión inicial, Magda intervino en la chata conversa, temiendo que no fuera ya muy tarde para ello.

—¡Espera! Perdona a mi amigo, es apresurado y torpe. Creo que igual puedes ayudarnos.
—Claro, ¿en qué puedo servirle?
—Este, bueno, pasa que vinimos porque est...
—Verá —,dijo Federico, interrumpiendo deliberadamente con aire de niño malcriado —Mi amiga ama los sombreros. La pillé mirando algunos en una tienda unas cuadras arriba, y le advertí que el señor Neil tenía unos mejores y más curiosos. Claro que me refería a la colección personal de mi amigo el anticuario, no creo que pueda ayudarnos mucho en este caso.

El joven lo miró con calma, de esas calmas que tienen también un poco de prepotencia escondida porque preceden una afirmación letal. Magda lo detallaba sin contemplación aún más, sin importarle si aquel joven podía percibir o no sus grandes ojos negros y pesados repasando cada línea de su rostro. Se concentró en su cabello, ahora al descubierto, y lo imaginó sentado en una playa desierta. Se le cruzó una inquietud que desvió su atención por segundos. "¿Doris habrá conocido a un hombre así en sus viajes?". Su imaginación se puso a flotar dentro de su cabecita perdida y enamoradiza, y los segundos se reunieron como bolitas de tiempo condensado. Para ella no ocurría nada más, excepto la admiración de aquel hombre. Olvidó a Neil, a Fede, a los sombreros, al invierno, al piloto de la muerte.

—No se preocupe. Mi padre me ha confiado su colección personal, para cualquier cliente que pida verla. Sobre todo si dicho cliente se refiere a sí mismo como su "amigo".
—¿Es usted hijo de Neil?
—Dago Marrash‎, para servirle señor...
—Federico, Federico Gutiérrez.

Fede sintió un golpecito en el costado, y cedió espacio.

—Yo soy Magda Riverti

Dago volteó, pero sin severidad. Respondió con sonrisa cómplice, de quien se sabe deseado. Ella quiso reclamarlo como suyo en ese instante con una mirada tremenda, pero le pareció demasiado pronto. Y perdió aquella oportunidad. Salió de la tienda confundida, mirando al suelo, repasando los episodios, y con un sombrero negro de ala corta, con filos de color dorado.

—Te llevaré a tu hotel, no está lejos de aquí.
—Si no está lejos caminaré sola Federico.
—Mmmm... vale. Bueno, hacía mucho que no conversábamos. Mañana te veré en la conferencia, ¿no?
—Claro, para eso he venido.
—¿Ya puedes dejar esa actitud de...
—¡Basta! Ya se me quitara, Fede.
—Claro.
Federico se alejó. Ella apenas se despidió de él y siguió su camino hacia la avenida principal.  Su forma de andar tenía mal aspecto. Carecía de rumbo.